TESTIMONIO
Mis amigos me recuerdan que Pedro Páramo cumplió treinta años en este mes de marzo. Pedro Páramo y El llano en llamas , han caminado por el mundo no gracias a mí,
sino a los lectores con quienes ahora deseo compartir mi experiencia. Nunca
imaginé el destino de esos libros. Los hice para que los leyeran do o tres
amigos, o más bien por necesidad.
En 1933,
cuando llegué a la ciudad de México, aún no tenía quince años. En la
Preparatoria no me revalidaron mis estudios de Guadalajara y sólo pude asistir
como oyente. Viví al cuidado de un tío, el coronel Pérez Rulfo, en el Molino
del Rey: escenario que fue de una batalla durante la invasión norteamericana de
1847 y hoy es el cuartel de Guardias Presidenciales junto a la Residencia de
Los Pinos. Mi jardín era todo el bosque de Chapultepec. En él podía caminar a
solas y leer.
No conocía a
nadie. Convivía con la soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi
angustia y mi conciencia. Hallé un empleo en la Oficina de Migración y me puse
a escribir una novela para librarme de aquellas sensaciones. De “El hijo del
desaliento” sólo quedó un capítulo, aparecido mucho tiempo después como “Un
pedazo de la noche”.
Tuve la
fortuna de que en Migración trabajara también Efrén Hernández, poeta,
cuentista, autor de “Tachas” y director de “América”. Efrén se enteró, no sé
cómo, de que me gustaba escribir en secreto y me animó a enseñarle mis páginas.
A él le debo mi primea publicación. “La vida no es muy seria en sus cosas”.
No soy un
escritor urbano. Quería otras historias, las que me imaginaba a partir de e lo
que vi y escuché en mi pueblo y entre mi gente. Hice “Nos ha dado la tierra” y
“Macario”. En 1945 Juan José Arreola y Antonio Alatorre publicaron estos cuentos
en la revista “Pan” de Guadalajara.
En la
posguerra entré como agente viajero en la Goodrich-Euskadi. Conocí toda la
república pero tardé tres años en dar otra colaboración. “La cuestión de las
comadres a la revista “América”. Efrén Hernández logró sacarme también “Talpa”
y “El llano en llamas” en 1950 y “Diles que no me maten” en 1951.
Al año
siguiente Arnaldo Orfila Reynal, Joaquín Díez – Canedo y Alí Chumacero
iniciaron en el Fondo de Cultura Económica la serie “Letras mexicanas”. Me
pidieron mis cuentos y, con el título de “El Llano en llamas”, l volumen empezó
a circular en 1953. Acababa de establecerse el Centro Mexicano de Escritores.
Formé parte de la segunda promoción de becarios, con Arreola, Chumacero,
Ricardo Garibay y Luisa Josefina Hernández. Cada miércoles por la tarde nos
reuníamos a leer y criticar nuestros textos en una casa de la avenida Yucatán.
Presidían las sesiones Margaret Shedd, directora del Centro y su coordinador,
Ramón Xirau.
En mayo de
1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que,
durante muchos años, había ido tomando forma en mi cabeza. Sentí por fin haber
encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto
tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones que a las que debo
“Pedro Páramo”. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se
me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.
Al llegar a casa después de mi trabajo en el
departamento de publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno.
Escribía a mano, con pluma fuente Shaeffers y en tinta verde. Dejaba párrafos a
la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente
del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954,
reuní trescientas páginas. Conforme pasaba a máquina el original destruía las
hojas manuscritas.
Llegué a
hacer otras versiones que consistieron en reducir a la mitad aquellas
trescientas páginas. Eliminé toda divagación y borré completamente las
intromisiones del autor. Arnaldo Orfila me urgía a entregarle el libro. Yo
estaba confuso e indeciso. En las sesiones del Centro, Arreola, Chumacero, la
señora Shedd y Xirau me decían: “Vas muy bien”. Miguel Guardia encontraba en el
manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Rocardo Gariv¡bay, siempre
vehemente, golpeaba la mesa para insistir que mi libro era una porquería.
Coincidieron
con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo,
el poeta guatemaltco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de
sentarme a escribir. Leer novelas era lo que había hecho toda mi vida. Otros
encontraban mis páginas muy “faulknerianas”, pero en aquel entonces yo aún no
leía a Faulkner.
No tengo nada
que reprocharles a mis críticos. Era difícil aceptar una novela que se
presentaba, con apariencia realista, como la historia de un cacique y en verdad
era el relato de un pueblo: una aldea muerta en donde todos están muertos,
incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por las
ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio.
El manuscrito
se llamó sucesivamente “Los murmullos” y “Una estrella junto a la luna”. Al
fin, en septiembre de 1954, fue entregado al Fondo de Cultura Económica y se
tituló “Pedro Páramo”. En marzo de 1955 apareció en una edición de dos mil
ejemplares Archibaldo Burns hizo la
primera reseña, negativa, en “México en la Cultura”, el gran suplemento que
dirigía en aquellos años Fernando Benítez, con el título “Pedro Páramo o la
unción y la gallina” que jamás supe qué diantres significaba.
En la
“Revista de la Universidad”, el propio Alí Chumacero comentó que a Pedro Páramo le faltaba un núcleo al que
concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que
trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí, “Eres el jefe de
la producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno”. Alí me contestó:
“No te preocupes, de todos modos no se venderá”. Y así fue: unos mil ejemplares
tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó regalándolos a quienes me
lo pedían.
Pasé los dos
años siguientes en Veracruz, en la Comisión de Papaloapan. Al volver me
encontré con artículos como los de Carlos Blanco Aguinaga, Carlos Fuentes y
Octavio Paz, y supe que Mariana Frenk estaba traduciendo “Pedro Páramo al
inglés, Roger Lescot al francés y Jean Lechner al holandés.
Cuando
escribía en mi departamento de Nazas 84,
en un edificio donde habitaba también el pintor Pedro Coronel y la poetisa
Eunice Odio, no me imaginaba que treinta años después el producto de mis
obsesiones sería leído incluso en turco, en griego, en chino y en ucraniano. El
mérito no es mío. Cuando escribí Pedro
Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se
sufre en serio.
En lo más
íntimo, Pedro Páramo nació de una
imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan
no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchachita que conocí brevemente
cuando yo tenía trece años”. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a
encontrarnos en lo que llevo de vida.
De mi Agenda periodística.